“Lo supe desde chica”, “jugaba con mis muñecos a que yo era la maestra”, “me gustaba enseñarles a mis hermanos”, son frases que leí en varios escritos de la presente revista y que me hicieron sentir profunda admiración por aquellos que tuvieron encendida la chispa de trabajar con y para un otros desde pequeños. Puedo afirmar que a mí no me pasó. De hecho, cuando terminé la secundaria jamás se me cruzó la cabeza ingresar al magisterio, es más, cuando estudié la licenciatura en Ciencias de la comunicación lo hice con la intención de ser periodista. Fue con el paso de los años, transitando la carrera,  y luego de trabajar en una escuela, que me di cuenta que lo que me gustaba era enseñar, trabajar con el otro, concientizar, ponerme en el lugar de otras personas, buscar nuevas estrategias, trabajar en red, poder trasmitir y compartir mis conocimientos y aprendizajes con otras personas, pero por sobre todo aprender de ellos (y con ellos me refiero a niños y adultos).
Creo que la docencia significa todo eso y mucho más. No se reduce al mero acto de enseñar. Por eso decidí ser educadora. Sentía que era demasiado tarde para estudiar para ser maestra de primaria (aunque nunca es tarde), pero con las herramientas que tenía y siguiéndome perfeccionando podía transitar este hermoso camino de la docencia.
A medida en que iba conociendo a más docentes y trabajando con ellos comencé a darme cuenta que la profesión no está reconocida como debería estarlo, después de todo, los docentes tienen la “simple y fácil tarea” de formar personas, de transitar con otros sujetos caminos de aprendizaje acompañándolos en su crecimiento. Y con “enseñando” no me refiero solo enseñando la currícula  correspondiente, sino trasmitiendo también valores y brindando herramientas para transitar la vida. Creo que nadie, hasta que no se encuentra en ese lugar, se imagina lo inmenso que es ese trabajo.
Y si bien es un trabajo arduo que se considera mal pago por la responsabilidad que conlleva, un trabajo que
requiere de capacitación constante, un trabajo que no se termina cuando suena el timbre, un trabajo que se lleva a casa, es una de las profesiones que mayor recompensa tienen, porque nada se compara con la sonrisa y un abrazo de un niño, al agradecimiento de un adolecente que está pensando en que hacer con su futuro, al aplauso al finalizar una clase con jóvenes y adultos, y al reconocimiento de los colegas cuando se comparten experiencias.
Por lo tanto, respondiendo a la pregunta que lleva como título este artículo, algunos nacen docentes, otros se hacen con el tiempo, pero por sobre todo ser docente se construye día a día, reafirmando esa elección de vida, para poder decir con orgullo que ser docente no es una profesión sino una vocación.